Decálogo
del cuentista
Creo
en los decálogos como tablas de la ley, como ordenanzas. En el de Quiroga por
supuesto, en el de Monterroso y en el de Onetti, entre otros. Creo, como creo
en cualquier libro en el que logro avanzar más de diez páginas. Pero con esa
propensión al cisma y la bravata que tenemos los escritores, ahí va mi propio decálogo.
1. Las palabras son el único
enemigo, no cedas a su lisonja, a su arbitrariedad, a su provisorio paso por el
diccionario. Ellas pretenderán doblegarte con su verborrea, escorarte, convertirte
en un burócrata del lenguaje. Saben que la concatenación las neutraliza y diluye
su vocación de cicatero como un pez en el cardumen. Piensa que tu objetivo es
escribir una sucesión de aforismos vírgenes, de metáforas que estudiará la arqueología,
de alegorías a la llaneza. Intenta llegar a la oración perfecta que solo dice
lo que dice (o lo evoca). Olvida que usas palabras, piensa que son cuchillos
afilados o ángeles que se tocan con las alas.
2. La ingeniería del
cuento no es una ciencia exacta pero oficia de columna vertebral y se puede
planificar como en la arquitectura o construir como un andamio que atenaza después
de escrito el relato. Puede ser sólo el ritmo que dan las comas, el tono y el
ángulo del narrador, algunas veces se emparienta con la memoria, la narración
oral u otras formas de ocultismo, cuando no, es una especie de cadencia o de
musicalidad. Si crees haber conseguido una ingeniería que funcione, será esa
única vez, tendrás que andar o desandar tu catálogo completo de técnica cada
vez que la emprendas.
3. Deberás dejar toda
clase de moral en el muelle, despojarte de deudas y cortesías. En el cuento,
como en el mar, sólo sirve tener algo que flote y suficiente coraje para llegar
hasta la otra orilla. Imagina que estás sólo en una isla y que enviarás tu
último mensaje en la botella, que tienes todo el tiempo del mundo para
escribirlo y que no lo leerá nadie.
4. El lector tiene
cierta propensión, desde que ejecuta el improbable acto de tomar un libro, a la
credibilidad, eso está a tu favor, por cierto, pero no abuses de ese ser
inmaculado, no lo atiborres de callejones sin salida, de frases privativas de
maniquíes, de historias que convoquen agoreras al sueño o de relatos que no
hayas depurado hasta la obsesión. A veces sirve imaginarte que el lector no
existe, pero existe. Si no puedes evitar divagar, escribe novelas.
5. Hazte hermano de la
obsesión, la revisión, la vacilación, la severidad, la indulgencia, la
intransigencia, la mirada, la ceguera y la duda sobre todo la duda. Ya lo dijo
Descartes “la duda no es una sensación placentera, pero la certeza es absurda”.
Duda de todo, incluso de la duda. No hay exactitudes en este oficio. Sólo la
quimera de tomar el té plácidamente con tus fantasmas y deslindes, acompañado
por una señora de paciencia infinita ataviada con túnica y guadaña.
6. Los personajes
deberán hacer lo que dispongas y, a pesar de que a veces cobran vida propia, no
los dejes ni por un segundo desviarse de su cometido. Tortúralos con la dulzura
del amante, con la severidad de un deidad, repudia su mísera tendencia al
albedrio. El único que puede no saber para dónde van es el autor.
7. Copiar, consciente o
inconscientemente, está permitido ¿De qué otra manera se podría leer si no? Aunque
tengas un solo tema recursivo, lo
único prohibido es copiarse a sí mismo, repetirse.
8. Rehúye los medios
tiempos, busca el conflicto, el fondo, escribe como si fuera la única manera de
salvarte de la junta de acreedores o la guillotina, usa sangre en vez de tinta.
Hazte un tatuaje con el nombre de alguno de tus maestros literarios y después bórralo
con un fierro incandescente.
9. Cuando escribes
ficción, apelativo literario para la mentira, debes ser honesto. Pero un tipo
de honestidad que no tiene que ver con la verosimilitud, o con la moral (ver
punto 3), y se acerca más al tipo de credibilidad de alguien con alzheimer al que
respetas o de una confesión frente a una botella en el bar, cómo el código de ética
de un ladrón antiguo o las visiones de un indio chamán.
10. No le creas a los decálogos,
a las aseveraciones demasiado taxativas, ni a las verdades absolutas: el cuento
es un oficio de artesano. Quizás el único axioma que puedes aceptar es
reconocerte heredero del que contaba cuentos junto a la fogata. Tendrás que
usar la sutileza de un claustrofóbico cuando toma el ascensor, o del
acordeonista ciego cuando declina una invitación a una isla donde sabe que lo
olvidarán, para mezclarte entre los mortales y robarles descaradamente sus
historias.