lunes, abril 01, 2013


Decálogo del cuentista


Creo en los decálogos como tablas de la ley, como ordenanzas. En el de Quiroga por supuesto, en el de Monterroso y en el de Onetti, entre otros. Creo, como creo en cualquier libro en el que logro avanzar más de diez páginas. Pero con esa propensión al cisma y la bravata que tenemos los escritores, ahí va mi propio decálogo.
 
1. Las palabras son el único enemigo, no cedas a su lisonja, a su arbitrariedad, a su provisorio paso por el diccionario. Ellas pretenderán doblegarte con su verborrea, escorarte, convertirte en un burócrata del lenguaje. Saben que la concatenación las neutraliza y diluye su vocación de cicatero como un pez en el cardumen. Piensa que tu objetivo es escribir una sucesión de aforismos vírgenes, de metáforas que estudiará la arqueología, de alegorías a la llaneza. Intenta llegar a la oración perfecta que solo dice lo que dice (o lo evoca). Olvida que usas palabras, piensa que son cuchillos afilados o ángeles que se tocan con las alas.

2. La ingeniería del cuento no es una ciencia exacta pero oficia de columna vertebral y se puede planificar como en la arquitectura o construir como un andamio que atenaza después de escrito el relato. Puede ser sólo el ritmo que dan las comas, el tono y el ángulo del narrador, algunas veces se emparienta con la memoria, la narración oral u otras formas de ocultismo, cuando no, es una especie de cadencia o de musicalidad. Si crees haber conseguido una ingeniería que funcione, será esa única vez, tendrás que andar o desandar tu catálogo completo de técnica cada vez que la emprendas.

3. Deberás dejar toda clase de moral en el muelle, despojarte de deudas y cortesías. En el cuento, como en el mar, sólo sirve tener algo que flote y suficiente coraje para llegar hasta la otra orilla. Imagina que estás sólo en una isla y que enviarás tu último mensaje en la botella, que tienes todo el tiempo del mundo para escribirlo y que no lo leerá nadie.

4. El lector tiene cierta propensión, desde que ejecuta el improbable acto de tomar un libro, a la credibilidad, eso está a tu favor, por cierto, pero no abuses de ese ser inmaculado, no lo atiborres de callejones sin salida, de frases privativas de maniquíes, de historias que convoquen agoreras al sueño o de relatos que no hayas depurado hasta la obsesión. A veces sirve imaginarte que el lector no existe, pero existe. Si no puedes evitar divagar, escribe novelas.

5. Hazte hermano de la obsesión, la revisión, la vacilación, la severidad, la indulgencia, la intransigencia, la mirada, la ceguera y la duda sobre todo la duda. Ya lo dijo Descartes “la duda no es una sensación placentera, pero la certeza es absurda”. Duda de todo, incluso de la duda. No hay exactitudes en este oficio. Sólo la quimera de tomar el té plácidamente con tus fantasmas y deslindes, acompañado por una señora de paciencia infinita ataviada con túnica y guadaña.

6. Los personajes deberán hacer lo que dispongas y, a pesar de que a veces cobran vida propia, no los dejes ni por un segundo desviarse de su cometido. Tortúralos con la dulzura del amante, con la severidad de un deidad, repudia su mísera tendencia al albedrio. El único que puede no saber para dónde van es el autor.

7. Copiar, consciente o inconscientemente, está permitido ¿De qué otra manera se podría leer si no? Aunque tengas un solo tema recursivo, lo único prohibido es copiarse a sí mismo, repetirse.

8. Rehúye los medios tiempos, busca el conflicto, el fondo, escribe como si fuera la única manera de salvarte de la junta de acreedores o la guillotina, usa sangre en vez de tinta. Hazte un tatuaje con el nombre de alguno de tus maestros literarios y después bórralo con un fierro incandescente. 

9. Cuando escribes ficción, apelativo literario para la mentira, debes ser honesto. Pero un tipo de honestidad que no tiene que ver con la verosimilitud, o con la moral (ver punto 3), y se acerca más al tipo de credibilidad de alguien con alzheimer al que respetas o de una confesión frente a una botella en el bar, cómo el código de ética de un ladrón antiguo o las visiones de un indio chamán.

10. No le creas a los decálogos, a las aseveraciones demasiado taxativas, ni a las verdades absolutas: el cuento es un oficio de artesano. Quizás el único axioma que puedes aceptar es reconocerte heredero del que contaba cuentos junto a la fogata. Tendrás que usar la sutileza de un claustrofóbico cuando toma el ascensor, o del acordeonista ciego cuando declina una invitación a una isla donde sabe que lo olvidarán, para mezclarte entre los mortales y robarles descaradamente sus historias.