Leo un reciente y refrescante artículo de Edmundo Paz Soldán (http://www.elpais.com/articulo/semana/era/anti-Salinger/elpepuculbab/20090131elpbabese_1/Tes), sobre la proliferación de ferias del libro y escritores blandiendo sus libros como espadas. La aparente contradicción del escritor que debería “hablar” sólo a través de sus libros pero que paradójicamente también anda “poniendo el cuerpo” en eventos literarios. El fenómeno tiene múltiples aristas y formas de analizarlo, aquí propongo algunas (esto lo escribí hace algún tiempo, por otro tema, pero creo biene al caso también).
El acto íntimo, casi obsceno de escribir, es intuitivo, amoral, onanista: se escribe por placer, porque no hay manera de evitarlo. Pero subyace también la necesidad de compartir lo escrito, más allá del círculo familiar, y en ello no está involucrado necesariamente el ego, o el anhelo de destacar como el lugar común sugiere. ¿Porqué se tolera sin cuestionamientos que un arquitecto desarrolle un fenomenal edificio, que el cirujano realice una operación complejísima, pero cuando un escritor aparece con un buen libro, y, voluntarioso él, un poco pueril, convencido que es parte de su oficio, lo anda empujando en ferias del libro y presentaciones, se sospecha que el afán de sobresalir es el motor? Parte de la culpa es de algunos escritores, que responsabilizan de sus frustraciones a los colegas, a los críticos, a los lectores, al mundo que no los comprende ni celebra cómo debería (que es lo que la prensa exulta como único tipo de noticia literaria). Y otra parte radica en que, quien intenta sobrevivir de este oficio, efectivamente debe promocionarse, asistir a ferias, dar entrevistas, venderse (en el buen sentido), para que sus libros se lean. Y ahí se genera el problema: se crean expectativas. Y como todas las expectativas, más en un oficio que no admite medios tiempos, son usualmente desmedidas y generan frustración. A un escritor le satisface que sus libros vendan, que lo inviten cada tanto (incluso si no piensa ir) a eventos literarios, pues significa que al menos el presentador lo leerá (a veces ni siquiera ello sucede). Pero esa dinámica puede ser perversa, proclive al vedetismo, a centrarse en la parafernalia y distraerse de lo esencial: escribir. Y por ahí hasta declararse el mejor escritor de todos los tiempos, o el mejor cuentista peso mosca, o el más rápido lanzador de metáforas del sureste. La batalla del escritor no es contra nadie, no es una competencia para juntar medallas, hay una lucha, si, quizás contra sí mismo, contra los fantasmas, contra la desidia, contra la muerte. Un escritor debe en primer lugar estar en paz con su oficio y sólo entonces es coherente su cruzada contra los infieles (no lectores). “Dejemos que el tiempo, haga su antología” dijo Borges, y tengo la impresión que cuando lo dijo ya sabía que estaría en todas las antologías, pero también intuyo, eso le importaba un carajo.
El acto íntimo, casi obsceno de escribir, es intuitivo, amoral, onanista: se escribe por placer, porque no hay manera de evitarlo. Pero subyace también la necesidad de compartir lo escrito, más allá del círculo familiar, y en ello no está involucrado necesariamente el ego, o el anhelo de destacar como el lugar común sugiere. ¿Porqué se tolera sin cuestionamientos que un arquitecto desarrolle un fenomenal edificio, que el cirujano realice una operación complejísima, pero cuando un escritor aparece con un buen libro, y, voluntarioso él, un poco pueril, convencido que es parte de su oficio, lo anda empujando en ferias del libro y presentaciones, se sospecha que el afán de sobresalir es el motor? Parte de la culpa es de algunos escritores, que responsabilizan de sus frustraciones a los colegas, a los críticos, a los lectores, al mundo que no los comprende ni celebra cómo debería (que es lo que la prensa exulta como único tipo de noticia literaria). Y otra parte radica en que, quien intenta sobrevivir de este oficio, efectivamente debe promocionarse, asistir a ferias, dar entrevistas, venderse (en el buen sentido), para que sus libros se lean. Y ahí se genera el problema: se crean expectativas. Y como todas las expectativas, más en un oficio que no admite medios tiempos, son usualmente desmedidas y generan frustración. A un escritor le satisface que sus libros vendan, que lo inviten cada tanto (incluso si no piensa ir) a eventos literarios, pues significa que al menos el presentador lo leerá (a veces ni siquiera ello sucede). Pero esa dinámica puede ser perversa, proclive al vedetismo, a centrarse en la parafernalia y distraerse de lo esencial: escribir. Y por ahí hasta declararse el mejor escritor de todos los tiempos, o el mejor cuentista peso mosca, o el más rápido lanzador de metáforas del sureste. La batalla del escritor no es contra nadie, no es una competencia para juntar medallas, hay una lucha, si, quizás contra sí mismo, contra los fantasmas, contra la desidia, contra la muerte. Un escritor debe en primer lugar estar en paz con su oficio y sólo entonces es coherente su cruzada contra los infieles (no lectores). “Dejemos que el tiempo, haga su antología” dijo Borges, y tengo la impresión que cuando lo dijo ya sabía que estaría en todas las antologías, pero también intuyo, eso le importaba un carajo.